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Georgina Gratrix
Colima 302
Georgina Gratrix
Colima 302
Georgina Gratrix
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Georgina Gratrix 

Por María Minera 

Se podría decir que todos los pintores construyen sus imágenes, pero en el caso de Georgina  Gratrix esto es literal: ella construye sus obras como lo haría, digamos, un albañil, poniendo capas  de cemento y ladrillos, una encima de la otra hasta completar una pared, una casa. Aquí, es el  pigmento el que es utilizado como material de construcción, de modo que lo que vemos, sí, son  cuadros, porque están puestos sobre la pared, pero en realidad son pequeñas edificaciones de  color; espesos montículos con los que Gratrix compone, a su manera peculiarísima, la apariencia  de las personas, los animales y las cosas. Puede parecer una exageración, pero decir que lo que  ella hace son relieves es restarle sustancia y peso a ese modo absolutamente suyo de pintar  apelmazando los óleos hasta conseguir abultamientos de tipo casi escultórico. Los rostros, las  flores, los objetos de Gratrix ocupan el espacio de una manera sólo comparable a lo que puede  lograrse en el trabajo con barro o, quizá más cercano en espíritu, con plastilina de colores.  

Al observar los cuadros de Gratrix de perfil, nos damos cuenta de que lo suyo es la orografía,  pues las telas son territorios que claramente han sido conquistados por volúmenes: aquí, una  nariz-montaña; allá, una ojo-volcán; por acá, una oreja-cima; al fondo, una cordillera-dientes.  Esta maravillosa topógrafa del óleo trabaja los detalles del cuerpo y del entorno como si fueran  elevaciones de terreno en un mapa con una geografía de lo más accidentada –una geodesia  emocional, podría decirse. Y es evidente que el resultado, literalmente, salta a la vista –o nos  asalta, si se prefiere. Las suyas son pinturas que más que apelar a la retina, convocan al tacto, lo  llaman a gritos. Esa es una de sus cualidades más destacadas: que dan ganas de tocarlas; o de  probarlas, incluso, como si su nerviosa sustancia fuera en realidad el delicioso merengue de un  pastel enloquecido.  

A diferencia de las superficies pulidas y cuidadas de mucha pintura contemporánea, Gratrix  se esmera en convertir sus obras –a las que dedica semanas enteras– en una contradicción  plástica: pues nos atraen tanto como nos desafían. Esos rostros decididamente distorsionados, carnavalescos a la James Ensor, no sólo tienen múltiples estratos de color, sino de sentido, como  si cada una de esas caras fueran muchas –como de hecho, es la de todos nosotros, que no somos  uno, sino tantos–: una caricatura y encima de ella un semblante descompuesto y sobre éste una  inmensa carcajada y luego una máscara cubista y después de la máscara unos ojitos pizpiretos –cuatro, de hecho– con pestañas que abanican el aire y más arriba, en la punta de la montaña, una  fisonomía que tal vez hasta nos recuerda a alguien. Y todo esto inmerso en un “impasto” que  amenaza con comerse al mundo. Los colores pretendidamente alegres de las pinturas de Gratrix  parecerían ser sólo una fachada, pues más allá está la vida en toda su complejidad.  

Pero claro que son pinturas festivas, hilarantes. Aquí hay que reírse, desde luego. Celebrar  que cada capa de pigmento es un triunfo sobre el vacío y la inacción. Una victoria del todo sobre  la nada. Un hacerse de veras presente. Estas pinturas pesan, no cabe duda, y al mismo tiempo  parecen gozar de cierta ingravidez: tal es su soltura, que vibran, se agitan y hasta podrían cambiar de forma, si uno se descuida. Hay una vitalidad en ellas que contradice su contundencia o que,  mejor aún, la desentumece, la reanima.  

Los cuadros que Gratrix presenta ahora en Proyectos Monclova están todos hechos en  México, donde la artista ha pasado los últimos meses, trabajando intensamente en el estudio y  visitando, entre otros lugares, el mercado de Jamaica, donde se ha instalado la curiosa costumbre  de crear figuras de animales, pero con puras flores. Un poco como los perritos de Jeff Koons, pero todavía más kitsch, si cabe. Así que aquí veremos muchos perros, muchas flores y, algo fantástico,  unos autorretratos de la artista convertida en perico, en volcán y en poodle de Botero; además de  chilaquiles, tostadas de atún, plátanos verdes, un xoloitzcuintle y otros encantos que descubrió  en su larga estancia en la Ciudad de México, en la cual, por azares de la vida, vino a nacer en 1982.  

Para Gratrix, lo que hace que la pintura contemporánea “sea especialmente interesante”,  dijo en una entrevista, “es un enfoque revisionista y humorístico que puede escarbar y divertirse  con las representaciones históricas”. Después de ver esta exposición, el visitante sabrá  perfectamente de qué estaba hablando la artista.

Georgina Gratrix 

By María Minera 

While it is fair to say that all painters build their images, this is literally the case for Georgina  Gratrix: she builds her works the way, for example, a bricklayer would do, layering cement and bricks  on top of each other until a wall or a house has been created. The construction material used here is pigment, so what we see are indeed paintings, insofar as they are hung on a wall, but really, they  are small buildings made of color, thick mounds with which Gratrix, in her very peculiar way, creates  the appearance of people, animals, and things. This might seem to be an overstatement, but to call her works “reliefs” is to take away the substance and heft of her absolutely unique way of painting,  which involves piling up oil paints to create almost sculptural protrusions. Gratrix’s faces, flowers, and objects occupy space in a way that can only be compared to what one can achieve by working  with clay—or, perhaps closer in spirit, with colored play dough. 

To look at Gratrix’s paintings from the side is to see that her approach is all about rugged topography. Her canvases are territories that have clearly been conquered by volumes: here a  mountain-nose, there a volcano-eye; over here a ridge-ear, back there a row of peak-teeth. This  marvelous oil topographer treats the details of the body and its surroundings as if they were  elevations on a contour map of the most towering geography—an emotional geodesy, one might say. And it is clear that the result literally stands out at us—or stabs at us, as the case may be.  More than appeal to the retina, her paintings cry out to be touched. This is one of their most  outstanding qualities: they give us the urge to touch them, or even to taste them, as if their nervous  substance were really the delicious merengue of a dessert gone mad. 

Unlike the fastidiously polished surfaces of much contemporary painting, Gratrix takes great  pains to turn her works, which take her whole weeks to complete, into a visual contradiction: they  attract us as much as they challenge us. Those decidedly distorted, carnivalesque, James-Ensor like faces have multiple strata not only of color, but also of meaning, as if each of those faces were many (as indeed every person’s face is, since we are not one but many): a caricature, then on top  of it a decomposed countenance, and on top of that an immense guffaw, then a cubist mask,  followed by a set of lively eyes—four of them, in fact—with lashes fanning the air, and above that,  at the top of the mountain, a physiognomy that might remind us of someone. And all this is  immersed in an “impasto” that threatens to consume the world. The reputedly joyful colors of  Gratrix’s paintings would seem to be just a façade, behind which lies life in all its complexity. 

Clearly, though, these are festive, hilarious paintings. Here one of course has to laugh, to  celebrate each layer of pigment as a triumph over emptiness and inaction, a victory of everything  over nothing, a making oneself truly present. These paintings are undoubtedly heavy, but at the  same time they seem to enjoy a certain weightlessness: they are so fluid that they vibrate, ripple,  and might even shapeshift if one is not paying attention. They have a vitality that contradicts their  forcefulness, or better yet loosens it up and reanimates it. 

The paintings that Gratrix is showing at Proyectos Monclova were all made in Mexico City,  where the artist has spent the past few months working intensely in her studio and visiting such  places as the Mercado de Jamaica, the city’s famous flower market, where the curious custom of  making animal figures entirely out of flowers has become a fixture; a bit like Jeff Koons’s balloon  dogs, but even kitschier, if that’s possible. So here we will see many dogs, many flowers, and —fantastically— some of the artist’s self-portraits as a parakeet, a volcano, and a Botero-style  poodle; as well as chilaquiles, tuna tostadas, green plantains, a Mexican hairless dog, and other  charming things she encountered during her long stay in Mexico City, where, by the twists of fate,  she happened to have been born in 1982. 

For Gratrix, what makes contemporary painting “especially interesting,” as she said in an  interview, “is a revisionist and humorous focus that can dig into and have fun with historical  representations.” After seeing this exhibition, the visitor will know perfectly well what the artist  was talking about.

Georgina Gratrix 

Por María Minera 

Se podría decir que todos los pintores construyen sus imágenes, pero en el caso de Georgina  Gratrix esto es literal: ella construye sus obras como lo haría, digamos, un albañil, poniendo capas  de cemento y ladrillos, una encima de la otra hasta completar una pared, una casa. Aquí, es el  pigmento el que es utilizado como material de construcción, de modo que lo que vemos, sí, son  cuadros, porque están puestos sobre la pared, pero en realidad son pequeñas edificaciones de  color; espesos montículos con los que Gratrix compone, a su manera peculiarísima, la apariencia  de las personas, los animales y las cosas. Puede parecer una exageración, pero decir que lo que  ella hace son relieves es restarle sustancia y peso a ese modo absolutamente suyo de pintar  apelmazando los óleos hasta conseguir abultamientos de tipo casi escultórico. Los rostros, las  flores, los objetos de Gratrix ocupan el espacio de una manera sólo comparable a lo que puede  lograrse en el trabajo con barro o, quizá más cercano en espíritu, con plastilina de colores.  

Al observar los cuadros de Gratrix de perfil, nos damos cuenta de que lo suyo es la orografía,  pues las telas son territorios que claramente han sido conquistados por volúmenes: aquí, una  nariz-montaña; allá, una ojo-volcán; por acá, una oreja-cima; al fondo, una cordillera-dientes.  Esta maravillosa topógrafa del óleo trabaja los detalles del cuerpo y del entorno como si fueran  elevaciones de terreno en un mapa con una geografía de lo más accidentada –una geodesia  emocional, podría decirse. Y es evidente que el resultado, literalmente, salta a la vista –o nos  asalta, si se prefiere. Las suyas son pinturas que más que apelar a la retina, convocan al tacto, lo  llaman a gritos. Esa es una de sus cualidades más destacadas: que dan ganas de tocarlas; o de  probarlas, incluso, como si su nerviosa sustancia fuera en realidad el delicioso merengue de un  pastel enloquecido.  

A diferencia de las superficies pulidas y cuidadas de mucha pintura contemporánea, Gratrix  se esmera en convertir sus obras –a las que dedica semanas enteras– en una contradicción  plástica: pues nos atraen tanto como nos desafían. Esos rostros decididamente distorsionados, carnavalescos a la James Ensor, no sólo tienen múltiples estratos de color, sino de sentido, como  si cada una de esas caras fueran muchas –como de hecho, es la de todos nosotros, que no somos  uno, sino tantos–: una caricatura y encima de ella un semblante descompuesto y sobre éste una  inmensa carcajada y luego una máscara cubista y después de la máscara unos ojitos pizpiretos –cuatro, de hecho– con pestañas que abanican el aire y más arriba, en la punta de la montaña, una  fisonomía que tal vez hasta nos recuerda a alguien. Y todo esto inmerso en un “impasto” que  amenaza con comerse al mundo. Los colores pretendidamente alegres de las pinturas de Gratrix  parecerían ser sólo una fachada, pues más allá está la vida en toda su complejidad.  

Pero claro que son pinturas festivas, hilarantes. Aquí hay que reírse, desde luego. Celebrar  que cada capa de pigmento es un triunfo sobre el vacío y la inacción. Una victoria del todo sobre  la nada. Un hacerse de veras presente. Estas pinturas pesan, no cabe duda, y al mismo tiempo  parecen gozar de cierta ingravidez: tal es su soltura, que vibran, se agitan y hasta podrían cambiar de forma, si uno se descuida. Hay una vitalidad en ellas que contradice su contundencia o que,  mejor aún, la desentumece, la reanima.  

Los cuadros que Gratrix presenta ahora en Proyectos Monclova están todos hechos en  México, donde la artista ha pasado los últimos meses, trabajando intensamente en el estudio y  visitando, entre otros lugares, el mercado de Jamaica, donde se ha instalado la curiosa costumbre  de crear figuras de animales, pero con puras flores. Un poco como los perritos de Jeff Koons, pero todavía más kitsch, si cabe. Así que aquí veremos muchos perros, muchas flores y, algo fantástico,  unos autorretratos de la artista convertida en perico, en volcán y en poodle de Botero; además de  chilaquiles, tostadas de atún, plátanos verdes, un xoloitzcuintle y otros encantos que descubrió  en su larga estancia en la Ciudad de México, en la cual, por azares de la vida, vino a nacer en 1982.  

Para Gratrix, lo que hace que la pintura contemporánea “sea especialmente interesante”,  dijo en una entrevista, “es un enfoque revisionista y humorístico que puede escarbar y divertirse  con las representaciones históricas”. Después de ver esta exposición, el visitante sabrá  perfectamente de qué estaba hablando la artista.

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