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The Estate of Abel Quezada
Abel Quezada - Memorias visuales
Memorias visuales
Visual Memories
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Abel Quezada - Memorias visuales
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Memorias visuales de Abel Quezada

Por Dafne Cruz Porchini

 

Abel Quezada (Monterrey, Nuevo León, 1920 - Cuernavaca, Morelos, 1991) fue uno de los más destacados artistas del siglo XX mexicano, que logró transitar por diversos medios como el periodismo, la publicidad y el arte, para construir una reflexión crítica e incisiva –siempre marcada por el humor– que lo posicionó como un importante cronista de la vida política y social en nuestro país.

Con una formación intuitiva y autodidacta, Quezada se estableció muy joven en la Ciudad de México en donde comenzó a trabajar para periódicos como Excélsior y Novedades aportando un ingenio capaz de resumir en las líneas sintéticas del dibujo su opinión frente a los acontecimientos que marcaban el devenir de México, en medio del discurso de progreso y modernidad que detentaba el Estado pos-revolucionario.

Quezada siempre admiró el trabajo de otro gran caricaturista como lo fue Miguel Covarrubias, tal vez por eso, y con el objetivo de consolidar una carrera en medios extranjeros similar a la del“Chamaco” Covarrubias, el joven dibujante se estableció por un tiempo en la gran metrópoli neoyorquina (1946), a la que le dedicaría infinidad de obras en sus viajes subsecuentes. Si bien la aventura en Nueva York no tuvo el éxito deseado, lo cierto es que dicha experiencia le brindó a Quezada un tema que le sería constante: la representación de la cotidianeidad caótica y dinámica delas grandes urbes.

A lo largo de su carrera, Quezada se decantó especialmente por el dibujo, sin embargo, hacia los años de 1960 comenzó a trabajar con la pintura como una manera de concretar una serie de composiciones que en el plano unidimensional de la caricatura resultaban imposibles de resolver. El color, el volumen y el uso de nuevas técnicas y formatos, brindaron una aproximación más íntima y personal a las diversas escenas concebidas por el artista que oscilaban entre la crónica de la vida diaria ylas memorias de viaje, donde se colaban algunos personajes que aludían a las dinámicas de la sociedad mexicana.

Sobre su pintura, Abel Quezada alguna vez señaló que este ejercicio era “una afición dominical”, una suerte de pasatiempo que no significaba nada importante. Esta apreciación, demasiado crítica y modesta nada tiene de verdad, pues las pinturas de Quezada nos permiten apreciar la cercanía del artista con su entorno, la gama de emociones que se develan en cada trazo, el ritmo de los días y las singularidades de los personajes retratados.

Y en cada composición también podemos compartir algunos de los intereses más personales de Quezada como lo fue el deporte. A lo largo del siglo XX se difundió ampliamente la práctica de diversos deportes, convirtiéndose en un espectáculo popular que llegaba a grandes audiencias a través de la prensa, el radio y la televisión. En este sentido, el arte no quedó exento de estas nuevas representaciones de la modernidad en las cuales se mezcló la fascinación por el espectáculo masivo con la popularización de algunos deportistas que se convirtieron en los nuevos héroes de la sociedad.

En varias de sus pinturas Quezada retomó el beisbol, el box, e incluso el billar, como tema principal de sus composiciones, en las cuales capturó momentos precisos de la acción deportiva, tal vez como una forma de confrontar emociones, pulsos, estrategias y vínculos, todos los cuales se exacerbaban tanto en el terreno de juego como en la vida misma.

En la década de 1980, el artista e ilustrador viajó nuevamente a la ciudad de Nueva York en donde colaboró para The New York Times realizando cartones y portadas para su revista dominical. Durante esa estancia,Quezada llevó a cabo una serie de acuarelas que se concentraron en retratar diversos sitios de la ciudad, paisajes urbanos de calles repletas y altos edificios, que parecían fascinarlo y permitirle experimentar con la versatilidad de los colores y los juegos de luces para crear también escenas nostálgicas en medio del bullicio de la ciudad norteamericana.

 Como parte de un ejercicio constante en su vida–tal vez comparado con la posibilidad de verbalizar ideas, emociones y posturas– el dibujo en la obra de Abel Quezada se erigió como un medio a través del cual era capaz de representar sus impresiones del mundo y la realidad que le circundaba, plasmando en trazos rápidos aquellos momentos fugaces que conformaron una suerte de itinerario.

De esta manera, el trabajo que desarrolló en diversas publicaciones periódicas colaborando con la realización de cartones satíricos, llevó a Quezada a crear personajes tan emblemáticos como “el tapado” –que aludía a la tradición política de mantener en secreto al próximo candidato presidencial y darlo a conocer o “destaparlo” como el elegido por el presidente en turno para la sucesión– “la dama caritativa de las Lomas”, el “charro Matías” , “Gastón billetes”, el perrito “Solo vino” y muchos otros más, que se convirtieron en la caracterización de dinámicas sociales que resultaban expuestas y caricaturizadas en los medios de circulación nacional, a pesar de la fuerte censura que prevalecía en el país.

Más allá de su labor en el periodismo mexicano,Abel Quezada desarrolló una creación plástica que se vinculó con su necesidad de registrar todo lo que llamaba su atención, aquello que se presentaba ante su mirada que escudriñaba la faz cambiante de la vida moderna. Si los cartones deQuezada se posicionaron  en torno a un devenir político y social, sus dibujos y pinturas dejaron de lado ese acontecer para concentrarse en las expresiones más sencillas de las dinámicas colectivas:el tráfico citadino, los paisajes de la urbe, los momentos de socialización en alguna cafetería o billar, el juego de beisbol o las escenas al azar que se congelaban en el tiempo y en los apuntes de quien observa, buscando aprehenderla totalidad de lo que se presentaba ante sus ojos, a través de un lenguaje de líneas limpias y sintéticas que evitan el rebuscamiento y que tratan de producir un efecto directo.

Durante los años de su prolífica carrera, Quezada se perfiló como fiel heredero de la caricatura política mexicana del siglo XIX, que se desarrolló en las páginas de periódicos como El Hijo del Ahuizote, GilBlas Cómico o El Colmillo Público, proyectos editoriales en los cuales se dirimieron las grandes pugnas ideológicas del México independiente. De la misma manera, la obra de Quezada marcó el camino para los caricaturistas y “moneros”contemporáneos, que encontraron en el quehacer cotidiano de este dibujante, una fuente formal para abordar temas tan fundamentales como la alternancia política, la violencia del narco o la llegada de la primera mujer a la presidencia de México.

Quezada se convirtió con los años en una referencia obligada para comprender ese humor vinculado con la mexicanidad, en el cual es posible reírse de nosotros mismos, de las múltiples crisis que hemos vivido desde finales del siglo XX e incluso, enfrentar con sarcasmo el desencanto colectivo frente al gran fracaso del sistema político nacional.

A pesar de ello, el trabajo de Quezada siempre nos remitirá a la capacidad de jugar con la realidad, de representarla mediante escenas que nos resultan familiares, cercanas y reconocibles, pero que aún nos sorprenden al mostrarnos esos instantes íntimos en los que el paisaje, los personajes representados y cada elemento de la composición nos remiten al ritmo pausado de la observación. Imágenes aéreas, acercamientos a los detalles arquitectónicos, gente diminuta que se entremezcla por las calles, atardeceres de colores otoñales, también definieron la mirada de Abel Quezada, siempre dispuesta a maravillarse frente a lo cotidiano.

Abel Quezada’s Visual Memoires

Dafne Cruz Porchini

Abel Quezada (Monterrey, Nuevo León, 1920—Cuernavaca, Morelos, 1991) was one of the most prominent artists in Mexico during the twentieth century, successfully transitioning through various media like journalism, advertising, and art to reflect critically and bitingly—always with a sense of humor—in a way that positioned him as an important chronicler of political and social life in our country.

Self-taught by his own intuition, Quezada was quite young when he established himself in Mexico City, where he started out by working for periodicals like Excélsior and Novedades, to which he brought his special genius for summing up, in the synthetic lines of drawings, his opinions about the events that were characterizing Mexico’s evolution, amidst the discourse of progress and modernity that the postrevolutionary state was proclaiming.

Quezada always admired the work of another great caricaturist, Miguel Covarrubias, which might be why, intending to build a career in foreign media outlets comparable to that of the “Chamaco” (“the Kid”) Covarrubias, the young illustrator relocated for a time to the great metropolis of New York (1946), to which he would dedicate countless works on subsequent trips. Although his sojourn in New York did not garner the desired success, it is clear that Quezada’s experience there offered him what would become an enduring theme: representing the chaotic, dynamic everyday life of big cities.

Over the course of his career, Quezada was especially inclined toward drawing; nevertheless, around the 1960s he started working with painting as a way of carrying out a series of compositions that had been impossible for him to address in the one-dimensional medium of caricature. Color, volume, and the use of new techniques and formats afforded a more intimate, personal approach to the diverse scenes that the artist conceived, which alternated between chronicles of daily life and travel memoires, whereby some characters filtered through in allusion to the dynamics of Mexican society.

Regarding his painting, Abel Quezada once pointed out that this exercise was “a weekend hobby,” a sort of pastime that did not mean anything important. This unduly modest and self-critical view was entirely untrue, in that Quezada’s paintings enable us to appreciate the artist’s close proximity to his surroundings, the range of emotions that are revealed in each brushstroke, the rhythm of days, and the uniqueness of the characters depicted.

In each composition we can also share some of Quezada’s most personal interests, such as athletics. Over the course of the twentieth century, playing several different sports spread widely, turning them into major spectacles that reached large audiences through the press, radio, and television. In this sense, art was not exempt from these new representations of modernity in which the fascination with mass spectacle was mixed with the popularization of a few athletes who became society’s new heroes.

In several of his paintings, Quezada took baseball, boxing, and even billiards as main themes in his compositions, in which he captured precise moments of sport action, perhaps as a way of confronting emotions, pulses, strategies, and links, all of which were heightened both on the field of play and in life itself.

In the 1980s, the artist and illustrator traveled back to New York City, where he created cartoons and covers for the Sunday magazine of the New York Times. During that stay, Quezada completed a series of watercolors that focused on portraying different places in the city, urban landscapes with teeming streets and tall buildings, which seemed to fascinate him and to allow him to experiment with the versatility of colors and plays of light so that he could also create nostalgic scenes amidst the hustle and bustle of the U.S. city.

As part of a regular exercise in his life—comparable perhaps to the possibility of verbalizing ideas, emotions, and postures—drawing in Abel Quezada’s work arose as a means by which he was able to represent his impressions of the world and the reality around him, capturing those fleeting moments in quick strokes that made up a sort of itinerary.

In this way, the work he developed across the different periodical publications to which he contributed satirical cartoons led Quezada to create such emblematic characters as “el tapado” (loosely, “the one under wraps”)—alluding to the political tradition of keeping the identity of the next presidential candidate a secret until it was time to reveal or “unwrap” (destapar) him as having been chosen by the president as the next in line for succession—“the charitable lady from Las Lomas,” “Matthias the cowboy,” “Gastón billetes” (a difficult to translate pun, maybe something akin to “Big-Spender Spencer”), the dog “Solovino,” and many others besides, which came to characterize the social dynamics that ended up on display and caricaturized in the national media, despite the strong censorship that prevailed in the country.

Beyond his work in Mexican journalism, Abel Quezada developed a body of visual art that was connected to his need to record everything that caught his attention, that presented itself to his gaze which was scrutinizing the changing face of modern life. Whereas Quezada’s cartoons were related to a political and social evolution, his drawings and paintings set those events aside to focus instead on the simplest expressions of collective dynamics: the traffic in the city, urban landscapes, moments of sociability in some café or pool hall, the game of baseball, or the random scenes that solidified in time and in the jottings of the person who was doing the observing, seeking to encompass the entirety of what was presented before his eyes, through a language of clean, synthetic lines that avoid being overwrought and try to produce a direct effect.

During the years of his prolific career, Quezada stood out as a faithful heir of the Mexican political cartoons of the nineteenth century, which had developed in the pages of newspapers like El Hijo del Ahuizote, Gil Blas Cómico, and El Colmillo Público, publications in which the great ideological fights of Independence-era Mexico were played out. In the same way, Quezada’s body of work broke a path for contemporary caricaturists and “moneros” (political satirists), who have seen the fruits of his day job as a formal source for addressing such fundamental topics as changes in political administration, drug-related violence, and the election of Mexico’s first woman to the president.

Over the years, Quezada has become a mandatory point of reference for understanding the Mexican sense of humor, which enables us to laugh at ourselves, at the multiple crises we have undergone since the end of the twentieth century, and even to sarcastically confront the collective disenchantment at the grand failure of the national political system.

Nevertheless, Quezada’s work will always remind us of his ability to play with reality, to represent it in scenes that strike us as familiar, close, and recognizable, but that still surprise us by showing us those intimate moments when the landscape, the people depicted, and every element of the composition send us back to the slow rhythm of observation. Aerial images, close-ups of architectural details, tiny people intermingling on the streets, and late afternoons in autumnal colors also fell under Abel Quezada’s gaze, which was always open to marveling at the ordinary.

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Memorias visuales de Abel Quezada

Por Dafne Cruz Porchini

 

Abel Quezada (Monterrey, Nuevo León, 1920 - Cuernavaca, Morelos, 1991) fue uno de los más destacados artistas del siglo XX mexicano, que logró transitar por diversos medios como el periodismo, la publicidad y el arte, para construir una reflexión crítica e incisiva –siempre marcada por el humor– que lo posicionó como un importante cronista de la vida política y social en nuestro país.

Con una formación intuitiva y autodidacta, Quezada se estableció muy joven en la Ciudad de México en donde comenzó a trabajar para periódicos como Excélsior y Novedades aportando un ingenio capaz de resumir en las líneas sintéticas del dibujo su opinión frente a los acontecimientos que marcaban el devenir de México, en medio del discurso de progreso y modernidad que detentaba el Estado pos-revolucionario.

Quezada siempre admiró el trabajo de otro gran caricaturista como lo fue Miguel Covarrubias, tal vez por eso, y con el objetivo de consolidar una carrera en medios extranjeros similar a la del“Chamaco” Covarrubias, el joven dibujante se estableció por un tiempo en la gran metrópoli neoyorquina (1946), a la que le dedicaría infinidad de obras en sus viajes subsecuentes. Si bien la aventura en Nueva York no tuvo el éxito deseado, lo cierto es que dicha experiencia le brindó a Quezada un tema que le sería constante: la representación de la cotidianeidad caótica y dinámica delas grandes urbes.

A lo largo de su carrera, Quezada se decantó especialmente por el dibujo, sin embargo, hacia los años de 1960 comenzó a trabajar con la pintura como una manera de concretar una serie de composiciones que en el plano unidimensional de la caricatura resultaban imposibles de resolver. El color, el volumen y el uso de nuevas técnicas y formatos, brindaron una aproximación más íntima y personal a las diversas escenas concebidas por el artista que oscilaban entre la crónica de la vida diaria ylas memorias de viaje, donde se colaban algunos personajes que aludían a las dinámicas de la sociedad mexicana.

Sobre su pintura, Abel Quezada alguna vez señaló que este ejercicio era “una afición dominical”, una suerte de pasatiempo que no significaba nada importante. Esta apreciación, demasiado crítica y modesta nada tiene de verdad, pues las pinturas de Quezada nos permiten apreciar la cercanía del artista con su entorno, la gama de emociones que se develan en cada trazo, el ritmo de los días y las singularidades de los personajes retratados.

Y en cada composición también podemos compartir algunos de los intereses más personales de Quezada como lo fue el deporte. A lo largo del siglo XX se difundió ampliamente la práctica de diversos deportes, convirtiéndose en un espectáculo popular que llegaba a grandes audiencias a través de la prensa, el radio y la televisión. En este sentido, el arte no quedó exento de estas nuevas representaciones de la modernidad en las cuales se mezcló la fascinación por el espectáculo masivo con la popularización de algunos deportistas que se convirtieron en los nuevos héroes de la sociedad.

En varias de sus pinturas Quezada retomó el beisbol, el box, e incluso el billar, como tema principal de sus composiciones, en las cuales capturó momentos precisos de la acción deportiva, tal vez como una forma de confrontar emociones, pulsos, estrategias y vínculos, todos los cuales se exacerbaban tanto en el terreno de juego como en la vida misma.

En la década de 1980, el artista e ilustrador viajó nuevamente a la ciudad de Nueva York en donde colaboró para The New York Times realizando cartones y portadas para su revista dominical. Durante esa estancia,Quezada llevó a cabo una serie de acuarelas que se concentraron en retratar diversos sitios de la ciudad, paisajes urbanos de calles repletas y altos edificios, que parecían fascinarlo y permitirle experimentar con la versatilidad de los colores y los juegos de luces para crear también escenas nostálgicas en medio del bullicio de la ciudad norteamericana.

 Como parte de un ejercicio constante en su vida–tal vez comparado con la posibilidad de verbalizar ideas, emociones y posturas– el dibujo en la obra de Abel Quezada se erigió como un medio a través del cual era capaz de representar sus impresiones del mundo y la realidad que le circundaba, plasmando en trazos rápidos aquellos momentos fugaces que conformaron una suerte de itinerario.

De esta manera, el trabajo que desarrolló en diversas publicaciones periódicas colaborando con la realización de cartones satíricos, llevó a Quezada a crear personajes tan emblemáticos como “el tapado” –que aludía a la tradición política de mantener en secreto al próximo candidato presidencial y darlo a conocer o “destaparlo” como el elegido por el presidente en turno para la sucesión– “la dama caritativa de las Lomas”, el “charro Matías” , “Gastón billetes”, el perrito “Solo vino” y muchos otros más, que se convirtieron en la caracterización de dinámicas sociales que resultaban expuestas y caricaturizadas en los medios de circulación nacional, a pesar de la fuerte censura que prevalecía en el país.

Más allá de su labor en el periodismo mexicano,Abel Quezada desarrolló una creación plástica que se vinculó con su necesidad de registrar todo lo que llamaba su atención, aquello que se presentaba ante su mirada que escudriñaba la faz cambiante de la vida moderna. Si los cartones deQuezada se posicionaron  en torno a un devenir político y social, sus dibujos y pinturas dejaron de lado ese acontecer para concentrarse en las expresiones más sencillas de las dinámicas colectivas:el tráfico citadino, los paisajes de la urbe, los momentos de socialización en alguna cafetería o billar, el juego de beisbol o las escenas al azar que se congelaban en el tiempo y en los apuntes de quien observa, buscando aprehenderla totalidad de lo que se presentaba ante sus ojos, a través de un lenguaje de líneas limpias y sintéticas que evitan el rebuscamiento y que tratan de producir un efecto directo.

Durante los años de su prolífica carrera, Quezada se perfiló como fiel heredero de la caricatura política mexicana del siglo XIX, que se desarrolló en las páginas de periódicos como El Hijo del Ahuizote, GilBlas Cómico o El Colmillo Público, proyectos editoriales en los cuales se dirimieron las grandes pugnas ideológicas del México independiente. De la misma manera, la obra de Quezada marcó el camino para los caricaturistas y “moneros”contemporáneos, que encontraron en el quehacer cotidiano de este dibujante, una fuente formal para abordar temas tan fundamentales como la alternancia política, la violencia del narco o la llegada de la primera mujer a la presidencia de México.

Quezada se convirtió con los años en una referencia obligada para comprender ese humor vinculado con la mexicanidad, en el cual es posible reírse de nosotros mismos, de las múltiples crisis que hemos vivido desde finales del siglo XX e incluso, enfrentar con sarcasmo el desencanto colectivo frente al gran fracaso del sistema político nacional.

A pesar de ello, el trabajo de Quezada siempre nos remitirá a la capacidad de jugar con la realidad, de representarla mediante escenas que nos resultan familiares, cercanas y reconocibles, pero que aún nos sorprenden al mostrarnos esos instantes íntimos en los que el paisaje, los personajes representados y cada elemento de la composición nos remiten al ritmo pausado de la observación. Imágenes aéreas, acercamientos a los detalles arquitectónicos, gente diminuta que se entremezcla por las calles, atardeceres de colores otoñales, también definieron la mirada de Abel Quezada, siempre dispuesta a maravillarse frente a lo cotidiano.

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